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Cruce del Atlántico en un gran velero

En el año 1980 fuí invitado por la Armada Argentina a participar del XVI Viaje de Instrucción del Buque Escuela ARALibertad en calidad de Corresponsal Naval. El viaje comenzó en Buenos Aires, donde embarqué con el grado de prelación de Teniente de Navío, con el objeto de informar sobre lo ocurrido a bordo durante la travesía hasta el puerto alemán de Bremen. Adicionalmente debía editar un diario de a bordo para mantener informada a la tripulación de los acontecimientos en la Argentina y el resto del mundo.

Tras soportar una fuerte tormenta en el noreste de Sudamérica y atravesar el encantador Caribe, llegamos a uno de los puntos culminantes del viaje: el desfile náutico a lo largo del río Hudson en Nueva York, con motivo de los festejos de la independencia de los EE.UU., que se celebra el 4 de Julio de cada año.

Los 11 días de estadía en el Big Apple, como denominan los neoyorquinos a su ciudad, transcurrieron rápidamente. Una última mirada a las elevadas torres del World Trade Center y el Battery Park, y ya estábamos navegando frente a la Estatua de la Libertad para pasar seguidamente debajo del afamado puente Verrazano Narrows Bridge.

El largo viaje sobre el amplio Océano Atlántico hacia Europa había comenzado.

Cuando me encontraba en el puente de mando para interiorizarme sobre la posición del buque y el rumbo ordenado, eché una mirada sobre las cartas náuticas que utilizaríamos en esta etapa del viaje. Ahí me enteré que nuestro próximo puerto de arribada, Bremen, se encontraba a no menos de 3.785 millas náuticas. En ese momento pensé, que nos esperaría un largo y aburrido viaje a través de la inmensidad oceánica.

Me imaginé cómo la pasaríamos los 350 tripulantes a bordo de una nave de apenas 90 metros de eslora, navegando durante unas 3 semanas sin tocar tierra alguna. Deprimente pronóstico!
Pero todo resultó distinto, las diversas tareas que debíamos cumplir y la camaradería reinante, hicieron la vida a bordo bastante agradable y el temido cruce del charco nos parecío mucho mas corto que lo previsto.

Con toda puntualidad seguí editando mi diarito. Pero en este tramo del viaje pude mejorar su presentación gráfica mediante ilustraciones provenientes de la pluma del afamado navegante arquitecto Hernán Alvarez Forn, conocido en el ambiente náutico como Hormiga Negra, quien nos acompañaba desde Nueva York en calidad de invitado especial.

Por otra parte, me fué posible complementar la información periodística que recibíamos por telefax desde Buenos Aires, mediante las informaciones radiales europeas que captaba en mi camarote.
A este respecto me llamó la atención una serie de noticias, que podía escuchar por la radio con gran nitidez y para colmo, en perfecto castellano. Sin embargo, no se trataba de emisiones desde España, sino de la radio de Moscú!

La Unión Soviética no perdía oportunidad en comunicarse con sus seguidores centro y sudamericanos para transmitirles la doctrina roja. Pero gracias a mi instrucción en inteligendia naval y a mi larga experiencia periodística me fué posible discriminar la propaganda política de la información regular, de modo que siempre me fué posible incluir en mis páginas noticias de interés general, en forma objetiva y veraz.

Viaje sibarítico

A esta altura del viaje, varios integrantes de la plana mayor se dieron cuenta que sus uniformes les quedaban ajustados, en virud de haber aumentado algunos kilos en su peso corporal. Uno tras otro comenzaron a suprimir uno que otro plato de su consumo diario.

Hay que destacar, que la comida a bordo era más que opípara. Un almuerzo normal consistía en un menú de cuatro platos: entrada, plato intermedio, plato principal y postre. Para finalizar, café y licores. Por ejemplo: fiambre surtido con ensalada de papas, omelette soufflé, carne asada con verduras y finalmente frutas. Todo ello acompañado de vino, cerveza o gaseosas. En la cena, se repetía el menu, con la única variación de la supresión del segundo plato. Hay que tener en cuenta que antes de cenar, nos servíamos algunos tragos en el bar, acompañados de bocaditos.

La fruta fresca se servía solamenete en los primeros días después de una estadía en puerto, donde el buque se aprovisionaba de productos locales, tales como bananas, ananás, naranjas, peras y verduras frescas. . Después, el personal de cocina debía recurrir a los productos envasados.

Ante tal abundancia, bien se podía renunciar a uno que otro plato durante las comidas. Sumado a todo ello, hay que recordar que a las 16:25 se servía café con leche o mate cocido con facturas
El programa de adelgazamiento incluía también la actividad física. Entre la oficialidad se había constituído un equipo de volley ball, que practicaba diariamente en cubierta con una pelota atada a un cabo para evitar que cayera fuera de borda. A pesar de esta precaución, no pudo evitarse que en el fervor del juego, a nuestro abogado se le desprendiera el reloj pulsera , para salir volando directamente al mar, ante la risa del resto de los oficiales.

Otros hacían jogging alrededor de la cubierta o practicaban flexiones de brazos hasta enrojecérseles el rostro. Unos pocos procuraban desprenderse del exceso de kilos, prestando servicio voluntario en la sala de máquinas. Con los más de 50 grados allí reinantes, la transpiración brotaba por todos los poros.

Pero había un factor adverso, que dificultaba todos estos esfuerzos: la escasez de agua dulce a bordo hacía imposible ducharse diariamente después de los ejercicios.

Racionamiento de agua dulce

Esta circunstancia tiene una fácil explicación. Por razones protocolares, el buque había prolongado por dos días su estadía en el puerto de Nueva York Ello significaba que había que atravesar el océano con mayor velocidad que la prevista para arribar dentro del tiempo establecido en el próximo puerto europeo (Bremen). Pero es sabido que, a mayor velocidad aumenta el consumo de combustible y de alguna manera se hacía necesario reducir ese consumo en otra parte.

Es sabido que, después de la maquinaria propulsora, el mayor consumidor de energía a bordo es la planta potabilizadora de agua. Para colmo, la falta de vientos adecuados no permitía cumplir con el programa previsto de navegación a vela. Por lo tanto no quedaba otro remedio que racionalizar el consumo de agua para poder contar con el máximo de reservas de combustible. Ello significaba que podíamos ducharnos solamente cada tres días, y eso durante apenas10 minutos! Esta medida valía para toda la tripulación, incluído el comandante.

Para evitar todo abuso, se ordenó mantener la válvula del sistema de agua dulce cerrada todo el tiempo, para ser abierta solamente en los horarios establecidos. Para lavarnos las manos en el camarote y cepillarnos los dientes, disponíamos de un bidón de cinco litros, cuyo contenido reponíamos mientras estábamos bajo la ducha. Con el clima estival reinante esta situación resultaba bastante molesta. Pronto el olor a cuerpos transpirados se hizo insoportable. Lo único que nos consolaba, es que a todos nos ocurría lo mismo.

Algunos intentaron refrescarse con la manguera de incendios, pero pronto desecharon esa idea, ya que la sal contenida en el agua de mar, al secarse en el cuerpo producía una picazón, que era más inaguantable que el olor a transpiración.

La soledad del comando.

Yo ya me había hecho ideas de cómo se sentiría el comandante, comiendo en la soledad de su suntuoso camarote. Según la tradición marinera, el comandante ejerce la máxima autoridad a bordo. Encima de él, solamente viene Dios. Con las modernas comunicaciones ello ya no es tan así. De todos modos, en la marina aún persiste la tradición de la soledad del comando.

Por ello me sentí sorprendido cuando un día, el mayordomo del comandante me comunicó que la noche de ese día me debía presentar en pleno uniforme al comandante , para cenar con él. Cuando mis compañeros de la cámara se enteraron de la invitación, me decían bromeando que me tocaba cenar en el palacio, un honor que no a todos se les concedía.

Llegado el momento, el mayordomo me hizo pasar a los aposentos del segundo después de Dios.

Al principio me sentí algo cohibido. Pero pronto el ambiente se hizo mas distendido y mientras tomábamos un whisky, el comandante me explicó que ocasionalmente compartía su cena con los diversos invitados que viajaban a bordo. Entre ellos se contaban los oficiales extranjeros, que participaban del viaje de instrucción, representantes del Ejército, la Fuerza Aérea y de la Gendarmería como así también el profesor de gimnasia de la Escuela Naval, que se encontraban a bordo. Y por supuesto yo, el Corresponsal Naval embarcado.

Durante la cena charlamos sobre diversos temas, especialmente la política del país y por supuesto mis experiencias como periodista profesional, que había viajado por medio mundo. Toda alusión a los acontecimientos de a bordo quedaba estrictamente vedada.

Con una copa de cognac y un habano, finalizó esta interesante y no menos agradable velada.

El panadero de a bordo

Un dia soleado y de poco viento, aproveché la ausencia del comandante en el puente para ubicarme en el taburete alto del ala del puente de mando, con el objeto de gozar de la vista al mar. Al rato se me presentó un suboficial, solicitando permiso para permanecer en dicho lugar. Sorprendido le pregunté el porqué del inusitado pedido, ya que ese sitio estaba reservado a los oficiales que estaban de servicio en el puente.

Me explicó que ejercía la función de encargado de la panadería de a bordo y que nunca había tenido la oportunidad de contemplar el océano desde esa posición. Dado que yo era el único oficial en el sitio, le concedí el permiso. El rostro del hombre irradiaba la felicidad que sentía. Me comentó entonces que diariamente debía levantarse a las 2 de la mañana para preparar los pancitos que luego serían servidos para el desayuno. Luego ya se ocupaba de amasar el pan destinado al almuerzo y la factura para la merienda. Poco después le llegaba la hora de acostarse para estar en buenas condiciones físicas a la madrugada siguiente. Prácticamente había pasado todo el viaje bajo cubierta. Era justo pués que le bindara esos minutos de esparcimiento al aire libre y con una privilegiada vista al mar.

Intensiva instrucción

En este, quizas más largo tramo del viaje quedaba bastante tiempo para intensificar la instrucción de los cadetes. A pesar de estar navegando casi todo el tiempo a motor, los oficiales instructores aprovechaban cada brisa de viento para desplegar las velas. Aunque más no fuera algun foque, para apoyar la fuerza motriz. De paso se realizaban maniobras en la jarcia.

Toda vez que había hombres operando en la arboladura, se tomaban estrictas medidas de seguridad, tales como interrumpir todo tipo de comunicaciones radiales, colocar los pescantes de uno de los botes salvavidas en posición de inmediata botadura y mantener al centinela de popa en máxima alerta para dar la alarma en el caso de hombre al agua. Por supuesto que también se respetaba la reglamentación vigente en la vieja marina, de usar siempre una mano para la seguridad personal y la otra para el trabajo ordenado. No obstante, cuando se hacía necesario trabajar con ambas manos, esta teoría se relativizaba. De todos modos, cada gaviero estaba equipado con un arnés de seguridad, que en todo momento debía estar enganchado en algún punto de la jarcia.

La instrucción teórica no era menos intensa. Los cadetes recibían sus conocimientos académicos en dos aulas climatizadas. Con buen tiempo, las clases también se daban sobre cubierta.

Por su parte, los oficiales procuraban mejorar sus conocimientos idiomáticos en vista de la proximidad del primer puerto europeo, donde sería conveniente entender algo de alemán. Hasta ahora bastaban los rudimentarios conocimientos de inglés para entenderse en los puertos del continente americano.

En la Argentina hay un dicho: En el país de los ciegos, el tuerto es rey. En consecuencia fuí yo quien recibiera el encargo de preparar un curso acelerado para que la plana mayor pudiera adquirir los necesarios conocimientos de la difícil lengua alemana.Todas las tardes nos reuníamos en la cámara de oficiales, donde yo procuraba enseñarles a mis camaradas las impronunciables palabras del idioma de Goethe.

Nunca pensé en lo difícil que les resultaría pronunciar la palabra Segelschulschiff (Buque Escuela a Vela). Pero con humor y mucha paciencia fuimos haciendo buenos progresos. Yo había circunscripto este curso a los conocimientos idiomático que podrían requerirse en la actividad cotidiana de un puerto y lugares turísticos. Por ejemplo, cómo hacer un pedido en el restaurant, preguntas en un negocio, saludar a personas con amabilidad, conocer los números, y ante todo poder captar los diversos aspectos culturales que nos brindaría el país a visitar.

Cuando estudiábamos el plano de la ciudad de Bremen, quedé algo desconcertado cuando me preguntaron sobre el significado de la palabra Schnoor. Dado que nunca había estado en este puerto, naturalmente no podía saber que, como mas tarde me enteré, se trataba de la denominación de un tradicional barrio de la ciudad, donde residen desde la antigüedad artesanos y artistas.

Durante una de estas sesiones, de repente alguien gritó Atención! y todos adoptamos la posición de firmes. Acababa de hacerse presente en la Cámara, el comandante del buque. Después de dar la orden de continuar, el comandante se dirigió a mí para preguntarme si podía asistir a mis clases, ya que le gustaría poder desempeñarse con cierta independencia en Alemania. Por supuesto que sí, señor comandante le respondí de inmediato, no sin cierto orgullo por la distinción que me hacía. Desde ese momento la máxima autoridad de a bordo fué uno de mis más asiduos alumnos.

A través del gran charco

Antes que nos diéramos cuenta, nos encontramos con Europa ante portas. Navegábamos entre las islas Scilly y el puerto de Brest, lo que solamente pudimos constatar en la pantalla del radar, ya que nos rodeaba una intensa niebla. Nos encontrábamos ya a la entrada del Canal de la Mancha!

Durante las últimas semanas debimos afrontar todo tipo de condición climática. Al alejarnos de las costas americanas, atravesamos varios bancos de neblina, luego alternaron días nublados con otros de sol radiante. Pero la mayor parte del viaje nos acompañaron pesadas nubes y muy poco viento.
Cuando nos encontrábamos a unas 400 millas marinas del continente europeo el tiempo cambió bruscamente. El viento alcanzó a soplar con hasta 35 nudos (fuerza 8) y las olas rompían contra la proa, barriendo la cubierta. A toda máquina y con los foques y las velas de estay cazadas, atravesamos las agitadas aguas hasta llegar a las islas Scilly, al sudoeste de Inglaterra, donde el viento y las olas volvieron a sosegarse.

Aun faltaba bastante para concluir el largo tramo entre Nueva York y el primer puerto de recalada europeo (Bremen), pero la travesía del Atlantico Norte la habíamos superado felizmente y sin nada de aburrimiento.